Durante mi juventud, como muchas personas de mi edad, fui recogiendo experiencia en los oficios que se aprenden en esos años hermosos. Como varón, aprendí electricidad, carpintería, plomería, albañilería, pintura, etc. Luego tuve la oportunidad de pagarme un cursillo de Filosofía y Letras y, aunque no terminé la carrera, pude ingresar a trabajar en editoriales como corrector de libros (corregirles la ortografía, gramática, puntuación...). Llegué a laborar incluso en Editorial Porrúa, donde son tan exigentes pues es una empresa de prestigio a nivel nacional. La vida se va en dos o tres parpadeos y, cuando mira uno hacia atrás están ahí las huellas de los pasos bien dados y los tropezones. Ese camino andado es un tesoro de vida y no hay nada en él que se pueda borrar. Ni se debería intentarlo. A todo eso se le llama experiencia, es nuestra y nadie nos la arrebatará. El problema es que quienes rebasamos los 50 (yo tengo 55) vamos cargando con ese paquete de experiencias bajo el brazo sin que a nadie le importe. A las empresas no les importa, a los negocios pequeños tampoco. Parecemos invisibles cuando, en plena madurez, vamos a solicitar trabajo por ahí. O, lo que es peor, nos miran como si fuéramos vasos de unicel tirados en la calle. Es humillante que con todo lo que sabemos, con todo lo aprendido, el resto piensa y nos dice que ya no tenemos nada que ofrecer. Parece que no se dan cuenta que un día serán tratados igual. Luis Naranjo Rosas, ciudadano del D.F.